"Si luchas, puedes perder. Si no luchas, estás perdido".


domingo, 17 de mayo de 2020

EL HUMANISTA



Ayer, 16 de mayo, perdimos al ex líder de Izquierda Unida, Julio Anguita. Y algo tenía este político, este hombre, para que tanta gente, ya sea de izquierda o de derecha, con unas ideas u otras, le haya rendido homenaje, respeto y admiración en su partida.

Trataré de analizar ese algo.

Para ello hablaré, muy resumidamente, de las vidas de otros dos importantes políticos del tiempo de Anguita: Felipe Gónzalez y Jose María Aznar.

Felipe González nació en Sevilla, hijo de un empresario ganadero de la provincia y una onubense. Se graduó en Derecho y estudió ciencias económicas en Bélgica, aunque no la terminó. A los 20 años ya formó parte de las juventudes socialistas y dos años mas tarde se incorporó al PSOE cuando todavía era un partido clandestino del la Dictadura Franco. Fue investido presidente del gobierno en 1982 y estuvo trece años y medio como jefe de gobierno, el periodo más largo en la historia de la democracia española. Tras retirarse de la política formó parte del consejo de administración de la empresa Gas Natural Fenosa, una de las tres que ocupan en España el 90% del mercado eléctrico.

José María Aznar nació en Madrid, hijo de un periodista que ocupó cargos de relevancia en la radiodifusión y propaganda durante la Dictadura Franco. Durante su juventud militó en el Frente de Estudiantes Sindicalistas, embrión de la Falange Española. Se licenció en Derecho, trabajó como inspector de finanzas del Estado, llegó a ser líder de Alianza Popular que más tarde pasaría a llamarse Partido Popular y fue presidente del gobierno entre 1996 y 2004. Tras dejar la política, fichó para Endesa, otra de las tres grandes eléctricas del país. Es presidente de la Fundación Faes, dedicada al desarrollo de la ideología de derecha.

Como podéis observar, estos breves resúmenes de vida están exentos de crítica política y juicios de valor. Haré lo mismo para recordar a Anguita.

Julio Anguita nació en 1941 en la localidad malagueña de Fuengirola. Era hijo de militares, pero él estudió Historia en la Universidad de Barcelona y empezó a trabajar de maestro. Se afilió al Partido Comunista, del que fue secretario general y con el que ostentó la alcaldía de Córdoba durante siete años. Luego fue coordinador general de Izquierda Unida y diputado del Congreso. Durante su época, esta formación llegó a obtener un 10% de los votos y 21 diputados, su máximo histórico. Tras retirarse de la política, volvió a trabajar en la educación pública. Renunció a su pensión de diputado y recibió, al jubilarse, la de maestro de escuela. Ha fallecido el 16 de mayo de 2020 a los 78 años.

Aquí tenéis datos objetivos y cada uno de vosotros puede sacar sus propias conclusiones.

Ahora bien, de lo que, creo, cabe poca duda, es que al contrario que González y Aznar, Anguita no era un hombre ni de leyes ni de números. Él era de letras. Él era un humanista, metido a político.

El humanismo es un concepto referido a aquella doctrina vital centrada en los valores humanos. Los humanistas, al fin y al cabo, no saben o tienen por qué saber de legislación, de mercados y finanzas, ni de hacer negocios. Ellos se dedican al estudio de las personas y los pueblos del mundo, a través de disciplinas como la Historia, las Letras, las Artes, y la filosofía o incluso la psicología.

Y me pregunto, humildemente, si no necesitaremos más humanistas en la política de todas las partes del mundo. Más gente que muestre más interés por la gente y menos por el dinero. Menos trumps y más anguitas

 Gracias. Descansa en paz, maestro.

domingo, 26 de abril de 2020

ALGO MUY IMPORTANTE QUE NOS ESTÁ ENSEÑANDO LA COVID-19



En mi anterior post, Nos lo merecemos, hablaba sobre un fenómeno que se está manifestando en todo el mundo a raíz de la crisis por la COVID-19: la ayuda por obligación, por decreto. Se nos está obligando a quedarnos en casa y parar nuestras actividades de producción, ingresos y consumo, para ayudar a contagiados y sanitarios frenando la propagación del virus. Y lo estamos haciendo.

En esta nueva entrada quiero profundizar más sobre este concepto de solidaridad forzada porque, como psicólogo, me parece que tiene implicaciones muy relevantes y... esperanzadoras.

En primer lugar, he de decir que las personas tenemos un rasgo de personalidad muy común que es la resistencia al cambio. Teniendo en cuenta las diferencias individuales, hay sujetos que puntuamos más alto en ese rasgo y otros que menos, pero, por lo general, a todos, el cambio nos incomoda. Nos gusta y necesitamos cierta sensación de control que obtenemos en nuestra zona de confort y, cuando salimos de ella, perdemos esa sensación y ello nos provoca emociones difíciles de manejar, como la ansiedad, la frustración o la incertidumbre. Por eso, a veces, nos cuesta tanto desapegarnos de ciertos hábitos y costumbres, incluso aunque poseamos plena consciencia de que son perjudiciales para nosotros mismos.

En segundo lugar, otro rasgo de personalidad bastante común que tenemos los seres humanos es la obediencia. Todos somos más o menos obedientes. También podemos llegar a ser muy desobedientes o rebeldes, pero, dado que somos personas que desde niños aprendemos a obedecer a una autoridad superior (los padres), el rasgo de la obediencia, en mayor o menor medida, está incorporado en nuestra personalidad. Tanto es así que incluso podemos llegar a ser obedientes aunque esa sumisión implique actitudes o conductas que entren en conflicto con los valores de la persona y le provoquen problemas de conciencia, tal y como quedó atestiguado en los experimentos de psicología social sobre la obediencia de Stanley Milgran. Estos experimentos explican, solo en parte, cómo fue posible que se cometieran crímenes tan atroces como los del nazismo. Por obediencia, el ser humano es capaz de lo peor...

... pero seguramente también de lo mejor. Y es que, en tercer lugar, quiero hablar de otro concepto que también mencioné en mi último post: la responsabilidad individual. La obediencia no solo implica acatar las órdenes de alguien a quien otorgamos un rango superior (jefe, agente de policía...) o de una institución (Gobierno, iglesia). También podemos ser obedientes a nosotros mismos, a nuestra conciencia, o como dirían Freud y sus más acérrimos seguidores, al Súper Yo, un concepto psicoanalítico para referirse a la estructura moral de la psique de cada persona y que, en sus tiempos, era definida como las normas convencionales marcadas por la cultura dominante, pero que hoy, gracias al desarrollo de las sociedades democráticas y a la divulgación del conocimiento, podría considerarse como una estructura de valores que puede llegar a diferir bastante entre individuos de una misma sociedad. En definitiva,  hoy día, somos libres para ser obedientes a los valores morales que cada uno de nosotros ha desarrollado. Y eso está bien si esa libertad se ejerce con responsabilidad, responsabilidad individual. Y entraña un grave problema cuando no se hace.

Y, en el mundo, durante mucho tiempo, muchas personas, no estamos siendo lo suficientemente responsables que se debiera, según un tipo de valores morales aceptados mayoritariamente y necesarios para superar problemáticas universales, y para cuya adaptación necesitaríamos superar nuestra resistencia al cambio y... No sabemos. Como sociedad no sabemos ni podemos. Porque nos hemos acomodado demasiado en una zona de confort muy placentera: la de las sociedades democráticas avanzadas.

El desarrollo de la democracia en los distintos países en el último siglo ha dado lugar a un mayor número de libertades en las personas, libertades que nos permiten desarrollar nuestra responsabilidad individual de manera independiente a un sujeto o entidad superior que nos diga en todo momento lo que debemos o no debemos hacer. Pero, la libertad no es un valor que esté exento de censura o restricciones (como estamos viendo en esta crisis). Y para determinar cuánto hay que limitar la libertad se han de tener en cuenta criterios morales que, en realidad, no responden a ideologías políticas, religiosas o de otro tipo, sino a cuestiones de convivencia en grupo (difícil sería la convivencia en una comunidad si se fuera libre para matar, ¿no?). Así, para determinar cuán libres podemos ser sin que nuestra libertad impida un nivel de convivencia aceptable, hemos de ser capaces de valorar la libertad en sus dos sentidos: la libertad de (la libertad de ser libre, de no ser oprimido, de no ser explotado), y la libertad para (¿para desarrollarme como ser libre e independiente, para contribuir a mi comunidad... o para explotarla?).

Desde que existen las democracias y, desde mucho antes, el ser humano, o mejor dicho, muchos seres humanos, y muchas organizaciones (no nos olvidemos que vivimos, en los países desarrollados, en un contexto capitalista en el que la organización adquiere un papel principal) han aprovechado su libertad para enriquecerse, para acumular recursos y capital, para aplacar su sed de ambición, poder y avaricia. Y... nos ha venido muy bien.

Nosotros somos hijos de esos seres humanos. Gracias a ellos, hemos nacido y crecido en lugares del planeta donde el confort ha alcanzado umbrales nunca vistos ni imaginados. El crecimiento económico y tecnológico han sido nuestros padres y nuestra casa ha estado siempre inundada de las mayores comodidades y placeres. Y mientras nuestra prosperidad iba desarrollándose, la explotación de otros muchos lugares en el mundo se seguía ejecutando, las desigualdades iban en aumento, y la pobreza extrema, el hambre y la enfermedad se cebaban con poblaciones enteras, con miles de millones de seres humanos que sienten y padecen. La muerte, que hoy nos impacta, nos mete en casa y hace que nos caguemos vivos (quizá, por ello, lo de las compras masivas de papel higiénico) ha sido y es el fenómeno más natural en ese "otro" mundo.

Y, hoy, la muerte ha llamado a nuestra puerta, y entonces se nos ha dicho que debíamos hacer algo. Más que por nosotros, por nuestros mayores y por nuestros sanitarios. Y, algunos por responsabilidad individual, la mayoría por responsabilidad colectiva, pero a fin de cuentas, porque es un deber, lo hemos hecho. Hemos obedecido.

Esta crisis, como todas las crisis, va a enseñarnos que somos capaces de lo mejor y lo peor. Durante décadas hemos, prácticamente, mirado para otro lado ante el avance inexorable de otras pandemias, como las del hambre y el SIDA en África, la violencia del narcotráfico en Latino América, o las guerras en Asia. Pero es que no podía ser de otra forma. Hemos nacido y crecido en sociedades que nos han dicho que tenemos la libertad de pero no la libertad para. El único deber que tenemos en nuestra sociedad es el de ser productivo, para encajar en el proceso de explotación-producción-consumo sobre el que se sustenta nuestra zona de confort. Somos niños mimados y egoístas porque se nos ha enseñado a serlo. Reconozcámoslo: somos, al fin y al cabo, unos grandes egocéntricos, no por naturaleza, sino por educación.

Y, sin embargo, llega la COVID-19 y nos muestra la cara amable y solidaria del "egocéntrico": ese egocéntrico que se juega la vida en su puesto de trabajo por curar a los enfermos o administrar alimentos a sus vecinos, el egocéntrico que pierde su empleo por salvar a sus mayores, el egocéntrico que se queda en casa y graba vídeos divertidos para animar a los demás. Las muestras de obediencia, de sentido del compromiso y del deber, de solidaridad, de convivencia amable y amorosa, están siendo infinitas. Nunca antes habíamos estado tan lejos los unos de los otros y habíamos sido tan compañeros.



¿Qué, en definitiva, nos está enseñando esta crisis? Que nuestra responsabilidad individual puede ser mejor, mucho mejor, pero que no vamos a desarrollarla en un contexto en el que se nos enseña a ser insolidarios y avariciosos y en el que solo ha de garantizarse la libertad de porque de la libertad para ya me encargaré yo. Si a ti, que te han enseñado solo a mirar por tu ombligo, porque eso es lo que interesa en un sistema de explotación-producción-consumo en el cual valores como el altruismo y la cooperación tienen poca cabida frente a la productividad y la competitividad, ¿para qué vas a usar tu libertad para si no, casi en exclusiva, para tu propio beneficio, por muchos males que acarree eso en otros? Por ello, necesitamos, los pueblos en el mundo, los seres humanos en el mundo, necesitamos que los Estados, que todas las naciones, amparen esa libertad para. Necesitamos más autoridad.

Sí, ya sé a lo que suena esa palabra, a otra mucho más fea: autoritarismo. Suena a fascismo, a nazismo, a comunismo. Suena a Estados despojándote tanto de tu libertad de como de tu libertad para. Suena a opresión. Sin embargo, si bien la autoridad se han empleado en el pasado, precisamente, para fines ideológicos en los que se sometían y violaban los derechos humanos de las personas, ahora, ahora que las sociedades democráticas se han vuelto tan "democráticas" (con tanta libertad de) y que se ha debilitado tanto la libertad para (las responsabilidades individuales) necesitamos Estados con más autoridad para garantizar, no para anular, todo lo contrario, para garantizar que se cumplen efectivamente los derechos humanos en todos los pueblos: derecho a agua, a comida, a vivienda, a trabajo, a salud, a educación, a ocio y cultura... a una vida digna.

La autoridad que yo invoco no es una vuelta a los totalitarismos y a las dictaduras, no. Es una vuelta a poner límites. A ponernos límites, a nosotros mismos, porque nos hemos descontrolados con tanta libertad de y casi nada de libertad para. Somos, por la zona de confort en la que nos hemos desarrollado como individuos, unos enemigos acérrimos de los límites, ya que en cuanto alguien nos los pone, aunque sea para bien propio, no digo ya cuando es para bien colectivo, nos resistimos al cambio que eso provoca en nuestras estructuras mentales. Hemos aprendido demasiado a hacer lo que nos da la gana. Y este mal hábito se ve claramente en muchos niños y adolescentes de hoy, a los que no se les ha puesto límites, y cuyos padres vienen agobiados o amargados a mi consulta porque el hijo se rebela ante cualquier norma que tratan de imponerle y hace lo que quiere, cuando quiere y, encima, se le da todo lo que quiere en cuanto lo pide. Un hijo de puta, ¿verdad? Nosotros, como sociedad, somos ese pequeño hijo de puta.

Estamos, como ese niño, enfermos. Porque no se nos han impuesto los límites necesarios para desarrollarnos como adultos corresponsables en una comunidad en la que todos, como ahora se está viendo, nos necesitamos a todos. Y en la que todos somos válidos, por tanto. No, por tanto no. Por el simple hecho de ser seres humanos, independientemente de lo que aportemos, nuestra vida vale, nuestra vida cuenta, cada vida cuenta. Pero, como somos yonquis del confort (cuando no del dinero y del poder), porque nos hemos habituado demasiado a él desde pequeños, no disponemos, la gran mayoría de nosotros (la sociedad), de la suficiente fuerza de voluntad como para acometer el cambio necesario para ejercer nuestra responsabilidad individual, y por ello necesitamos un Estado que nos ponga límites, porque por nosotros mismos no podemos, no podemos superar solos nuestra enfermedad, nuestro egocentrismo obsesivo compulsivo. Sin embargo, cuando se nos obliga a hacerlo, lo hacemos y sacamos lo mejor de nosotros.

No soy un experto en economía y no sé, exactamente, cuáles son los límites que nos debieran imponer para reducir al mínimo posible el impacto que nuestro modelo de explotación, producción y consumo de recursos tiene sobre otros pueblos, sobre los animales (que recordemos que son seres que sienten y, por tanto, sufren, y que por ello también tienen derechos) y sobre el planeta (es decir, el futuro de los seres humanos). Pero, sin ser experto, simplemente usando mi lógica personal, se me ocurren varias ideas:

- Limitar el número de viajes en avión, tanto los que sean por placer como por trabajo.

- Limitar el número de vehículos particulares por unidad familiar. Alternativas: transporte público, vehículos no contaminantes, andar.

- Limitar el número de hijos por persona. El planeta está súperpoblado.

- Poner un salario mínimo que sea compatible con condiciones de vida digna y un tope de ingresos por persona, para limitar la capacidad de acumulación.

- Limitar el número de viviendas por persona.

- Subir los impuestos a los más ricos.

- Intervenir en los precios, sobre todo de los recursos más necesarios, para que el nivel de ingresos nunca esté por debajo de las necesidades vitales.

- Prohibir a las empresas de alimentación la sobreexplotación y maltrato a los animales.

- Prohibir cualquier actividad empresarial que se lucre vulnerando derechos humanos y de animales, explotando a sus trabajadores o provocando niveles de contaminación no asumibles por la emergencia climática.

- En definitiva, hacer efectivas, a nivel global, todas las imposiciones y prohibiciones necesarias para redistribuir de manera equitativa los recursos y que nadie, en el mundo, se quede atrás.

Como veis, he usado términos que no suelen gustar mucho, porque atentan contra la libertad de: limitar, intervenir, prohibir, imponer... Y lo hago porque no me queda otra, igual que con la COVID-19 no nos ha quedado otra que encerrarnos en nuestras casas y parar la economía. Considero que esta serie de medidas, u otras, son necesarias para hacer que nuestro modelo económico y estilo de vida sean compatibles con la vida, con la salud de todas las personas. ¿Y tú, niño malcriado, hijo de papá, me vas a decir que soy un dictador, por decirte que solo puedes viajar una vez al año, tener dos hijos como mucho o no ganar más de X dinero, a pesar de la irresponsabilidad que tu exceso de producción y consumo pueda suponer por las consecuencias directas que tiene sobre tus semejantes?

¡Pues claro que puedes decírmelo, porque estás, al igual que yo, enfermo! Porque tu responsabilidad individual, como la mía, en una zona de hiperconfort en la cual no resulta necesaria, está bajo mínimos, y porque tu resistencia al cambio no te va a ayudar precisamente a aumentarla. Pero los límites sí. Las sanciones, las multas, la cárcel, la imposición, el sentido del deber, sí. Porque puede que no hayamos aprendido a ser responsables. Pero sí que somos obedientes.

La crisis de la COVID-19 nos ha enseñado que cuando obedecemos a una autoridad tan loable como es el bien común, el ser humanos saca lo mejor que tiene, y los resultados positivos llegan: vidas que estamos salvando, cada día. A pesar de todas las muertes, son muchos más los recuperados, y eso es consecuencia de nuestra obediencia y sumisión a algo más grande que el bienestar individual: el bien de todos.

Estamos salvando vidas porque se nos ha dicho que cada vida cuenta. Que no se nos olvide, cuando termine esta crisis.


domingo, 22 de marzo de 2020

NOS LO MERECEMOS


A día de hoy, 22 de marzo de 2020, la mortalidad global del COVID-19 es del 4,2% sobre los infectados y hay más de 13000 muertes en 160 países con casos detectados.* 

En Italia, país con más muertes, han fallecido ya más de 4825 personas. En China, donde empezó la infección, 3261 muertes. En España, 1326 muertes.

Algunas de las previsiones de muerte más negativas, durante lo que dure la pandemia, antes de que se llegue a administrar una vacuna, son: 1,7 millones de personas en EEUU (si solo se hacen unos esfuerzos mínimos por contenerla) y en España, en el peor de los escenarios, 87000 muertes.

Del 4% global de los que mueren por coronavirus, los que más se mueren son personas de entre 80 y 99 años (20%), seguidos de los que tienen entre 60 y 79 años (11%) y luego hay un gran salto y del grupo de 30 a 59 años muere el 2%. La mayoría de los que mueren, por no decir todos, presenta alguna patología previa.

24000 personas mueren, cada día, de hambre o por causas relacionadas con el hambre en el mundo. 8500 niños mueren por hambre, cada día, y en 2017 más de seis millones de niños menores de quince años murieron por causas prevenibles.

En 2018 fallecieron 1,5 millones de personas por enfermedades relacionadas con la tuberculosis y 770000 personas a causa de enfermedades relacionadas con el SIDA. Alrededor de 650000 personas mueren al año por causas relacionadas con la gripe. Las zonas con más muertes, lógico, son aquellas con menos recursos médicos para atender estas y otras enfermedades.

En España y en otros muchos países afectados por el COVID-19 se han tomado o se van a tomar en los próximos días medidas de confinamiento sin precedentes, que ya están teniendo y van a tener un duro impacto psicológico y económico en la sociedad.

Llegados a este punto, casi puedo imaginarme lo que estás pensando. Atas unas estadísticas con otras y con el título de este post y te dices (me dices) "¿Este hijo de puta acaso está planteando que si lo que estamos haciendo, frenar la actividad económica y encerrarnos durante una cuarentena todo el puto día en casa para, según él, salvar a cuatro viejos, ya que en el mundo se mueren por hambre y enfermedades muchas más personas que las que va a matar este jodido virus, merece la pena?"

Esa pregunta, o alguna parecida, si te la estás haciendo, es totalmente irrelevante. Porque lo que aquí de verdad importa es que, independientemente de que a mí me parezca que merece la pena o no, independientemente de que a ti te parezca que merece la pena o no, independientemente de que a cualquier otro u otra le parezca que merece la pena o no, es decir, independientemente de la responsabilidad individual de cada uno, el Gobierno, ejecutando sus funciones de Estado, nos ha obligado, a todos, a hacerlo, a parar la economía, a meternos en casa, y, la gran mayoría, estamos obedeciendo, hemos acatado esa orden impuesta, para salvar a esos cuatro viejos o a los que hagan falta e, independientemente del impacto psicológico y económico, que va a ser duro, muy duro, lo estamos haciendo, porque hay que hacerlo y porque estamos siendo obligados a hacerlo. Y esto, es muy importante, como veremos después.

La pregunta que sí creo que es relevante y que puede salvar muchas vidas, muchas más vidas que las que vamos a ahorrarle al coronavirus, es: ¿me vais a decir que somos capaces de parar un país, durante dos meses, una medida que es muy traumática, para salvar a miles de personas (recuerdo, peor escenario en España: 87000 muertes), y no somos capaces de cambiar nuestro estilo de vida, de reducir nuestro nivel de producción y consumo, una medida mucho menos traumática, para salvar a cientos de millones en el mundo?

¡Porque sí tiene que ver, sí tiene que ver! La vida del niño que se muere de hambre en África o la de su padre que se muere de SIDA, la del hombre al que matan en una guerra en Asia o la de la mujer que es asesinada en LatinoAmérica, todas esas vidas valen tanto como la del hombre blanco de 80 años que vive en Occidente, ni más ni menos, igual, y todas esas vidas dependen de nuestro modelo económico global, de cuánto producimos, de cuánto compramos, de cuánto más vamos a seguir explotando y acaparando o cuándo vamos a empezar, de una puta vez, a redistribuir los recursos para acabar con pandemias como las hambrunas y las enfermedades que llevan décadas, ¡siglos!, cebándose con las poblaciones más vulnerables del mundo.



Desde las piezas del móvil que usas para conectarte con tus seres queridos hasta la ropa que llevas puesta, pasando por toda la comida que tienes en tu nevera y el papel para limpiarte la mierda del culo que rebosa en tu mueble del baño, todo, todo es resultado de un modelo de producción y consumo que acapara los recursos mundiales en los países ricos después de haberlos explotado en los países pobres. ¡Y esa gente se está muriendo mucho más que por coronavirus, mucho más, joder, cada día! ¿Y valen menos sus vidas? ¿Porque viven más lejos? ¿Porque tienen la piel oscura? 

Si me vas a decir que no merece la pena hacer algo para salvar sus vidas también, entonces, maldita sea, nos lo merecemos. Merecemos que el coronavirus de los cojones se ensañe con nosotros y nos devore. La naturaleza, seguramente, se ha dado cuenta de lo tóxicos que somos para ella como especie y ha dicho "Hay que acabar con ellos". Para el planeta, nosotros somos el virus.

Podrías decirme "Pero, ¿qué me estás pidiendo, exactamente? Con el COVID-19 la relación está clara: si nos quedamos en casa reducimos el riesgo de infección, paramos la propagación del virus. ¿Qué puedo hacer yo frente al hambre, la pobreza y la desigualdad?". 

Exigir que nos obliguen. Igual que han hecho con el coronavirus.

Porque esto no va de hacerse vegano, esto no va de comprar productos ecológicos, esto no va de donar a UNICEF. Esto no va de la responsabilidad de cada uno. Porque todo eso está muy bien, pero no es suficiente. Nos hemos vuelto demasiado individualistas y, por tanto, egoístas. Estamos demasiado acomodados en nuestra zona de confort del plácido y acaudalado mundo occidental. Y, sin embargo... 

Y sin embargo, un día, llega un puto virus para darnos una jodida hostia en la cara y que nos demos cuenta de que tenemos capacidad: capacidad de sacrificio, de compromiso, de solidaridad, de empatía, de pensar en el otro antes que en nosotros mismos, de no salir a la calle no para protegerme a mí sino para protegerte a ti. ¡Increíble! Podemos parar el virus, este y todos los que vengan, y también podemos, claro que podemos, parar la peor pandemia de todas, la de la avaricia. Pero...

Pero no podemos solos. El COVID-19 nos ha demostrado que podemos, pero que nos tienen que obligar. Porque si no se llega a decretar el estado de alarma y a imponer sanciones, la gente estaría yendo todavía a la discoteca. Solo con la responsabilidad de cada uno no lo vamos a conseguir. Quítate esa puta idea de la cabeza de que el mundo va a cambiar si cada uno hace su parte desde su pequeña parcela.  

Porque, esto, de lo que sí va es de ejercitar una acción global conjunta, desde los gobiernos de todos las naciones, para que analicen los motivos y tomen las medidas necesarias para frenar la pandemias históricas y universales de la pobreza y el hambre. Medidas que, seguramente, pasan por reducir nuestro nivel de producción y consumo y, por tanto, de explotación y acaparamiento de los recursos, y así hacer nuestro modelo económico y nuestro estilo de vida compatibles con la vida de cualquier habitante del planeta. ¡Porque no vale menos la vida de un niño somalí que la de un viejo de Málaga!

Hay comida para todos, en el mundo. Hay recursos sanitarios para todos, en el mundo. Hay lugar para todos, en el mundo. Esta crisis del COVID-19 va a poner de manifiesto que podemos hacer un gran sacrificio para salvar la vida de muchas personas de nuestro entorno más cercano. Podemos hacer un sacrificio menor, en nuestro estilo de vida, para salvar a cientos de millones: contaminar menos, no explotar, no acaparar, respetar los derechos humanos y de los animales, redistribuir la riqueza.

Ayudar, como obligación, por decreto. Como estamos haciendo con el coronavirus.

Y si esta crisis nos ayuda, no solo a valorar más las pequeñas cosas, sino también a remover nuestras conciencias, y nuestras entrañas, saldremos fortalecidos de ella.

Si pensabas que este era un escrito para celebrar o relativizar la muerte en occidente, te equivocabas. Esto es un grito desesperado por el cambio. Por el mío, por el tuyo, por el de las naciones. Por el de Todos Nosotros, juntos.

Porque Nos lo merecemos.

David Salinas. Psicólogo, escritor y vecino del mundo.


*Todos los datos numéricos provienen de fuentes fiables que puedes consultar aquí mismo: