"Si luchas, puedes perder. Si no luchas, estás perdido".


domingo, 26 de abril de 2020

ALGO MUY IMPORTANTE QUE NOS ESTÁ ENSEÑANDO LA COVID-19



En mi anterior post, Nos lo merecemos, hablaba sobre un fenómeno que se está manifestando en todo el mundo a raíz de la crisis por la COVID-19: la ayuda por obligación, por decreto. Se nos está obligando a quedarnos en casa y parar nuestras actividades de producción, ingresos y consumo, para ayudar a contagiados y sanitarios frenando la propagación del virus. Y lo estamos haciendo.

En esta nueva entrada quiero profundizar más sobre este concepto de solidaridad forzada porque, como psicólogo, me parece que tiene implicaciones muy relevantes y... esperanzadoras.

En primer lugar, he de decir que las personas tenemos un rasgo de personalidad muy común que es la resistencia al cambio. Teniendo en cuenta las diferencias individuales, hay sujetos que puntuamos más alto en ese rasgo y otros que menos, pero, por lo general, a todos, el cambio nos incomoda. Nos gusta y necesitamos cierta sensación de control que obtenemos en nuestra zona de confort y, cuando salimos de ella, perdemos esa sensación y ello nos provoca emociones difíciles de manejar, como la ansiedad, la frustración o la incertidumbre. Por eso, a veces, nos cuesta tanto desapegarnos de ciertos hábitos y costumbres, incluso aunque poseamos plena consciencia de que son perjudiciales para nosotros mismos.

En segundo lugar, otro rasgo de personalidad bastante común que tenemos los seres humanos es la obediencia. Todos somos más o menos obedientes. También podemos llegar a ser muy desobedientes o rebeldes, pero, dado que somos personas que desde niños aprendemos a obedecer a una autoridad superior (los padres), el rasgo de la obediencia, en mayor o menor medida, está incorporado en nuestra personalidad. Tanto es así que incluso podemos llegar a ser obedientes aunque esa sumisión implique actitudes o conductas que entren en conflicto con los valores de la persona y le provoquen problemas de conciencia, tal y como quedó atestiguado en los experimentos de psicología social sobre la obediencia de Stanley Milgran. Estos experimentos explican, solo en parte, cómo fue posible que se cometieran crímenes tan atroces como los del nazismo. Por obediencia, el ser humano es capaz de lo peor...

... pero seguramente también de lo mejor. Y es que, en tercer lugar, quiero hablar de otro concepto que también mencioné en mi último post: la responsabilidad individual. La obediencia no solo implica acatar las órdenes de alguien a quien otorgamos un rango superior (jefe, agente de policía...) o de una institución (Gobierno, iglesia). También podemos ser obedientes a nosotros mismos, a nuestra conciencia, o como dirían Freud y sus más acérrimos seguidores, al Súper Yo, un concepto psicoanalítico para referirse a la estructura moral de la psique de cada persona y que, en sus tiempos, era definida como las normas convencionales marcadas por la cultura dominante, pero que hoy, gracias al desarrollo de las sociedades democráticas y a la divulgación del conocimiento, podría considerarse como una estructura de valores que puede llegar a diferir bastante entre individuos de una misma sociedad. En definitiva,  hoy día, somos libres para ser obedientes a los valores morales que cada uno de nosotros ha desarrollado. Y eso está bien si esa libertad se ejerce con responsabilidad, responsabilidad individual. Y entraña un grave problema cuando no se hace.

Y, en el mundo, durante mucho tiempo, muchas personas, no estamos siendo lo suficientemente responsables que se debiera, según un tipo de valores morales aceptados mayoritariamente y necesarios para superar problemáticas universales, y para cuya adaptación necesitaríamos superar nuestra resistencia al cambio y... No sabemos. Como sociedad no sabemos ni podemos. Porque nos hemos acomodado demasiado en una zona de confort muy placentera: la de las sociedades democráticas avanzadas.

El desarrollo de la democracia en los distintos países en el último siglo ha dado lugar a un mayor número de libertades en las personas, libertades que nos permiten desarrollar nuestra responsabilidad individual de manera independiente a un sujeto o entidad superior que nos diga en todo momento lo que debemos o no debemos hacer. Pero, la libertad no es un valor que esté exento de censura o restricciones (como estamos viendo en esta crisis). Y para determinar cuánto hay que limitar la libertad se han de tener en cuenta criterios morales que, en realidad, no responden a ideologías políticas, religiosas o de otro tipo, sino a cuestiones de convivencia en grupo (difícil sería la convivencia en una comunidad si se fuera libre para matar, ¿no?). Así, para determinar cuán libres podemos ser sin que nuestra libertad impida un nivel de convivencia aceptable, hemos de ser capaces de valorar la libertad en sus dos sentidos: la libertad de (la libertad de ser libre, de no ser oprimido, de no ser explotado), y la libertad para (¿para desarrollarme como ser libre e independiente, para contribuir a mi comunidad... o para explotarla?).

Desde que existen las democracias y, desde mucho antes, el ser humano, o mejor dicho, muchos seres humanos, y muchas organizaciones (no nos olvidemos que vivimos, en los países desarrollados, en un contexto capitalista en el que la organización adquiere un papel principal) han aprovechado su libertad para enriquecerse, para acumular recursos y capital, para aplacar su sed de ambición, poder y avaricia. Y... nos ha venido muy bien.

Nosotros somos hijos de esos seres humanos. Gracias a ellos, hemos nacido y crecido en lugares del planeta donde el confort ha alcanzado umbrales nunca vistos ni imaginados. El crecimiento económico y tecnológico han sido nuestros padres y nuestra casa ha estado siempre inundada de las mayores comodidades y placeres. Y mientras nuestra prosperidad iba desarrollándose, la explotación de otros muchos lugares en el mundo se seguía ejecutando, las desigualdades iban en aumento, y la pobreza extrema, el hambre y la enfermedad se cebaban con poblaciones enteras, con miles de millones de seres humanos que sienten y padecen. La muerte, que hoy nos impacta, nos mete en casa y hace que nos caguemos vivos (quizá, por ello, lo de las compras masivas de papel higiénico) ha sido y es el fenómeno más natural en ese "otro" mundo.

Y, hoy, la muerte ha llamado a nuestra puerta, y entonces se nos ha dicho que debíamos hacer algo. Más que por nosotros, por nuestros mayores y por nuestros sanitarios. Y, algunos por responsabilidad individual, la mayoría por responsabilidad colectiva, pero a fin de cuentas, porque es un deber, lo hemos hecho. Hemos obedecido.

Esta crisis, como todas las crisis, va a enseñarnos que somos capaces de lo mejor y lo peor. Durante décadas hemos, prácticamente, mirado para otro lado ante el avance inexorable de otras pandemias, como las del hambre y el SIDA en África, la violencia del narcotráfico en Latino América, o las guerras en Asia. Pero es que no podía ser de otra forma. Hemos nacido y crecido en sociedades que nos han dicho que tenemos la libertad de pero no la libertad para. El único deber que tenemos en nuestra sociedad es el de ser productivo, para encajar en el proceso de explotación-producción-consumo sobre el que se sustenta nuestra zona de confort. Somos niños mimados y egoístas porque se nos ha enseñado a serlo. Reconozcámoslo: somos, al fin y al cabo, unos grandes egocéntricos, no por naturaleza, sino por educación.

Y, sin embargo, llega la COVID-19 y nos muestra la cara amable y solidaria del "egocéntrico": ese egocéntrico que se juega la vida en su puesto de trabajo por curar a los enfermos o administrar alimentos a sus vecinos, el egocéntrico que pierde su empleo por salvar a sus mayores, el egocéntrico que se queda en casa y graba vídeos divertidos para animar a los demás. Las muestras de obediencia, de sentido del compromiso y del deber, de solidaridad, de convivencia amable y amorosa, están siendo infinitas. Nunca antes habíamos estado tan lejos los unos de los otros y habíamos sido tan compañeros.



¿Qué, en definitiva, nos está enseñando esta crisis? Que nuestra responsabilidad individual puede ser mejor, mucho mejor, pero que no vamos a desarrollarla en un contexto en el que se nos enseña a ser insolidarios y avariciosos y en el que solo ha de garantizarse la libertad de porque de la libertad para ya me encargaré yo. Si a ti, que te han enseñado solo a mirar por tu ombligo, porque eso es lo que interesa en un sistema de explotación-producción-consumo en el cual valores como el altruismo y la cooperación tienen poca cabida frente a la productividad y la competitividad, ¿para qué vas a usar tu libertad para si no, casi en exclusiva, para tu propio beneficio, por muchos males que acarree eso en otros? Por ello, necesitamos, los pueblos en el mundo, los seres humanos en el mundo, necesitamos que los Estados, que todas las naciones, amparen esa libertad para. Necesitamos más autoridad.

Sí, ya sé a lo que suena esa palabra, a otra mucho más fea: autoritarismo. Suena a fascismo, a nazismo, a comunismo. Suena a Estados despojándote tanto de tu libertad de como de tu libertad para. Suena a opresión. Sin embargo, si bien la autoridad se han empleado en el pasado, precisamente, para fines ideológicos en los que se sometían y violaban los derechos humanos de las personas, ahora, ahora que las sociedades democráticas se han vuelto tan "democráticas" (con tanta libertad de) y que se ha debilitado tanto la libertad para (las responsabilidades individuales) necesitamos Estados con más autoridad para garantizar, no para anular, todo lo contrario, para garantizar que se cumplen efectivamente los derechos humanos en todos los pueblos: derecho a agua, a comida, a vivienda, a trabajo, a salud, a educación, a ocio y cultura... a una vida digna.

La autoridad que yo invoco no es una vuelta a los totalitarismos y a las dictaduras, no. Es una vuelta a poner límites. A ponernos límites, a nosotros mismos, porque nos hemos descontrolados con tanta libertad de y casi nada de libertad para. Somos, por la zona de confort en la que nos hemos desarrollado como individuos, unos enemigos acérrimos de los límites, ya que en cuanto alguien nos los pone, aunque sea para bien propio, no digo ya cuando es para bien colectivo, nos resistimos al cambio que eso provoca en nuestras estructuras mentales. Hemos aprendido demasiado a hacer lo que nos da la gana. Y este mal hábito se ve claramente en muchos niños y adolescentes de hoy, a los que no se les ha puesto límites, y cuyos padres vienen agobiados o amargados a mi consulta porque el hijo se rebela ante cualquier norma que tratan de imponerle y hace lo que quiere, cuando quiere y, encima, se le da todo lo que quiere en cuanto lo pide. Un hijo de puta, ¿verdad? Nosotros, como sociedad, somos ese pequeño hijo de puta.

Estamos, como ese niño, enfermos. Porque no se nos han impuesto los límites necesarios para desarrollarnos como adultos corresponsables en una comunidad en la que todos, como ahora se está viendo, nos necesitamos a todos. Y en la que todos somos válidos, por tanto. No, por tanto no. Por el simple hecho de ser seres humanos, independientemente de lo que aportemos, nuestra vida vale, nuestra vida cuenta, cada vida cuenta. Pero, como somos yonquis del confort (cuando no del dinero y del poder), porque nos hemos habituado demasiado a él desde pequeños, no disponemos, la gran mayoría de nosotros (la sociedad), de la suficiente fuerza de voluntad como para acometer el cambio necesario para ejercer nuestra responsabilidad individual, y por ello necesitamos un Estado que nos ponga límites, porque por nosotros mismos no podemos, no podemos superar solos nuestra enfermedad, nuestro egocentrismo obsesivo compulsivo. Sin embargo, cuando se nos obliga a hacerlo, lo hacemos y sacamos lo mejor de nosotros.

No soy un experto en economía y no sé, exactamente, cuáles son los límites que nos debieran imponer para reducir al mínimo posible el impacto que nuestro modelo de explotación, producción y consumo de recursos tiene sobre otros pueblos, sobre los animales (que recordemos que son seres que sienten y, por tanto, sufren, y que por ello también tienen derechos) y sobre el planeta (es decir, el futuro de los seres humanos). Pero, sin ser experto, simplemente usando mi lógica personal, se me ocurren varias ideas:

- Limitar el número de viajes en avión, tanto los que sean por placer como por trabajo.

- Limitar el número de vehículos particulares por unidad familiar. Alternativas: transporte público, vehículos no contaminantes, andar.

- Limitar el número de hijos por persona. El planeta está súperpoblado.

- Poner un salario mínimo que sea compatible con condiciones de vida digna y un tope de ingresos por persona, para limitar la capacidad de acumulación.

- Limitar el número de viviendas por persona.

- Subir los impuestos a los más ricos.

- Intervenir en los precios, sobre todo de los recursos más necesarios, para que el nivel de ingresos nunca esté por debajo de las necesidades vitales.

- Prohibir a las empresas de alimentación la sobreexplotación y maltrato a los animales.

- Prohibir cualquier actividad empresarial que se lucre vulnerando derechos humanos y de animales, explotando a sus trabajadores o provocando niveles de contaminación no asumibles por la emergencia climática.

- En definitiva, hacer efectivas, a nivel global, todas las imposiciones y prohibiciones necesarias para redistribuir de manera equitativa los recursos y que nadie, en el mundo, se quede atrás.

Como veis, he usado términos que no suelen gustar mucho, porque atentan contra la libertad de: limitar, intervenir, prohibir, imponer... Y lo hago porque no me queda otra, igual que con la COVID-19 no nos ha quedado otra que encerrarnos en nuestras casas y parar la economía. Considero que esta serie de medidas, u otras, son necesarias para hacer que nuestro modelo económico y estilo de vida sean compatibles con la vida, con la salud de todas las personas. ¿Y tú, niño malcriado, hijo de papá, me vas a decir que soy un dictador, por decirte que solo puedes viajar una vez al año, tener dos hijos como mucho o no ganar más de X dinero, a pesar de la irresponsabilidad que tu exceso de producción y consumo pueda suponer por las consecuencias directas que tiene sobre tus semejantes?

¡Pues claro que puedes decírmelo, porque estás, al igual que yo, enfermo! Porque tu responsabilidad individual, como la mía, en una zona de hiperconfort en la cual no resulta necesaria, está bajo mínimos, y porque tu resistencia al cambio no te va a ayudar precisamente a aumentarla. Pero los límites sí. Las sanciones, las multas, la cárcel, la imposición, el sentido del deber, sí. Porque puede que no hayamos aprendido a ser responsables. Pero sí que somos obedientes.

La crisis de la COVID-19 nos ha enseñado que cuando obedecemos a una autoridad tan loable como es el bien común, el ser humanos saca lo mejor que tiene, y los resultados positivos llegan: vidas que estamos salvando, cada día. A pesar de todas las muertes, son muchos más los recuperados, y eso es consecuencia de nuestra obediencia y sumisión a algo más grande que el bienestar individual: el bien de todos.

Estamos salvando vidas porque se nos ha dicho que cada vida cuenta. Que no se nos olvide, cuando termine esta crisis.